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    Temple

    - ¡Apurate, Daniel!

    29 de junio de 2025 - 09:00
    Temple
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    Impaciente llamó Fabián a su hermano menor desde el carro ruso sujetando firmes las riendas de los dos caballos que tascaban los frenos impacientes por emprender la marcha hacia el pueblo, distante 15 kilómetros de su casa. Ambos jóvenes, hijos de un colono, que, a temprana edad, por determinadas circunstancias, debieron hacerse cargo del manejo de la chacra de 168 hectáreas y obtener el sustento de la familia y los gastos que originaba la explotación, además del pago de la hipoteca que debían abonar a la empresa colonizadora.
    - ¡Ya estoy, vamos!
    Trepó ágilmente al carro emprendiendo la marcha con el propósito de traer de la cooperativa la semilla de maíz para sembrar en un sector del campo, en ese caluroso 20 de septiembre, ventoso, cuyos remolinos el viento levantaba la arena del camino que se filtraba en la ropa y molestaba en los ojos y la boca.
    A poco de andar y antes de cruzar el camino real, donde finalizaba su campo, detuvieron la marcha, bajando uno de ellos para ver su sembradío de lino, que pintaba muy lindo, y comentó como hablando consigo mismo, muy esperanzado: “Está empezando a florecer... que bien vendría una lluviecita”... Y pasando por encima del alambrado de púas con la habilidad campesina, subió al carro reanudando la marcha, haciendo planes para el futuro, hasta el punto de discutir quien sería este año bolsero y quien manejaría los 12 caballos que conducían la cosechadora Massey Harris Nº 9, tan pesada, pero que hacía todo el trabajo en la cosecha.
    En el pueblo arribaron a la cooperativa de la cual era socio su padre, haciendo las gestiones retiraron el maíz, realizaron las compras en el almacén, luego carnicería, panadería, correo, beber un refresco en el barcito de un amigo y ya de tardecita emprender el regreso cantando una canción de moda, planeando concurrir el sábado próximo a una fiesta que habría en el salón social del pueblo, por lo que tendrían que tener en el piquete sus dos caballos preferidos y controlar sus aperos.
    Era casi la hora del crepúsculo, y en el aire notaron un olorcito raro, áspero, casi repugnante, que les llamó mucho la atención, y en el horizonte una franja oscura que se movía, que supusieron presagiaba mal tiempo, azuzando los caballos que marchaban a buen trote por el camino vecinal d la colonia.
    Un par de kilómetros antes de su casa había una lomada desde donde se divisaba bien claro el verdor de la parcela de lino, que se presentaba fuerte, brillante, y los árboles de la casa y el molino.
    Al llegar allí su estupor no tuvo límites al comprobar que el verde azulado que acostumbraban ver siempre desapareció, era todo marrón, gris, negro casi. Apuraron los caballos haciéndolos galopar parándose en el carro hasta muy cerca de su campo, y a medida que acortaban distancia su sorpresa iba convirtiéndose en angustia, en desesperación! Su lino estaba cubierto por una espesa manga de langostas que seguían descendiendo que lo devoraba todo. Era un hervidero, miles, millones de langostas... y no había ya nada que hacer. Bajaron del carro, las pisaron... las maldijeron una y mil veces... todo inútil! La cosecha de lino estaba perdida.
    Esa noche no pudieron conciliar el sueño. Amargas lágrimas mojaron sus almohadas, lágrimas que dolían, duras, lacerantes, de rabia, de impotencia ante el azote de la naturaleza. Sus uñas se hincaban en las palmas de sus manos por contener los sollozos que se les escapaban del pecho ante semejante desastre. Su cosecha, sus esperanzas, sus proyectos, sus ahorros... todo irremediablemente perdido!
    Al día siguiente, cabizbajos, acudieron a ver qué quedó de su cosecha... sólo terrones ennegrecidos y la tierra asolada... Regresando decidieron de común acuerdo, casi sin comentarlo, como en un convenio establecido, atar el arado y sembrar el maíz allí, el maíz amargo, al que tal vez no lo comerían las langostas si regresaban...
    Así los vieron, arando uno y rastreando el otro, sobre esa tierra en que una mañana anterior estaba por florecer su lino, mientras que en el campo del colono de al lado, por esos caprichos de la naturaleza, en que la manga de langostas no bajó, comenzaban a abrirse las primeras florcitas celestes de lino al calor del sol que estaba asomando se primer día de primavera.

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    Adolfo Gorskin
    Adolfo Gorskin
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