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    Los negros en el antiguo Buenos Aires

    02 de agosto de 2025 - 19:30
    Los negros en el antiguo Buenos Aires
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    En tiempos de los sucesos contemporáneos al camino hacia la Independencia, tanto durante la esclavitud como en la libertad —dice un cronista de Buenos Aires antiguo— se podía ver negros por todas partes: en las quintas, en las chacras y estancias. Al parecer eran aptos para toda clase de trabajos. Había cocineros, mucamos, cocheros, faroleros etc. Todos los changadores pertenecían a esa raza. Otra curiosidad es que la mayoría de los blanqueadores de la ciudad eran negros o mulatos, como también los maestros de piano y afinadores.

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    Algunas casas de gente rica solían tener una docena de negros esclavos. No se sabe en qué tarea se desempeñaba tanta gente.

    Luego de sancionada por la Asamblea del año 1813 la libertad de vientres, la suerte de los negros mejoró considerablemente, aunque también es justo señalar que en nuestro país, esclavos o libertos fueron tratados siempre como uno más de la casa, aunque anduvieran mal vestidos. Había veces en las que podía vérseles, especialmente los domingos, uno que otro ataviados con ropa en desuso de sus amos. Por excepción en casa de algunas familias pudientes, se veían negras jóvenes perfectamente vestidas y calzadas, sentadas en el suelo, cosiendo al lado de sus amas.

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    Eran bastante trabajadores y en general respetuosos con los blancos a quienes se referían con el término “su merced” agregando muchas veces el término “el amo”, aun cuando la persona con quienes hablaban no fuese su amo.

    Aquellos que no se ocupaban de trabajos más rudos se empleaban en vender pasteles por la mañana y tortas por la tarde y a la noche tortas calientes y con un pequeño farol, ocupaban puntos fijos de la ciudad como por ejemplo en las esquinas de Cangallo, Rivadavia y Victoria y en las que hoy son las célebres y aristocráticas calles Florida y Perú.

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    Las señoras al retirarse de algunas visitas, de la iglesia o de su paseo nocturno, se acercaban a los puestos quienes les llenaban el pañuelo con las sabrosas tortas que, la verdad sea dicha, se han perdido, como muchas otras cosas entre nosotros.

    Si alguno de nuestros jóvenes lectores hubiese saboreado las rosquillas de maíz o las tortitas de Morón, o los alfeñiques de la Tía María, o los pasteles de los Granados, o los alfajores del negro Domingo, todavía se chuparían los dedos. “Memorias de un viejo” Vicente G. Quesada 1998

    Ediciones Argentina Ciudad.

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    Entre los más famosos expendedores de golosinas tan ricas como las que hemos nombrado, se recuerda al negro Domingo que se establecía con permiso de su “ama vieja”, como él la llamaba a doña Flora Azcuénaga, y en el zaguán de su gran casa, al toque de las oraciones, con su canasta y su farolito de vela de sebo, colgado en el mismo bastón o palo en el que apoyaba para caminar y vender sus célebres alfajores y la mulata coja “Ña Micaela”, que por la noche se situaba frente a la mercería de Yañiz, poniendo su banco en el zaguán, y en el borde de la vereda una mesita baja con sus rosquillas, dulce de coco en panecillos cuadrados, alfeñiques, tortitas de Morón y otros productos del amasijo de sus patronas, señoras pobres y honestísimas que vivían de aquella industria como otras vendían dulces.

    Fue sí que doña Albina Alcaraz de Castex, haciendo bollos y tortitas, salvó sus dificultades económicas, y al dejar ella de necesitar su trabajo, pasó la receta de sus bollitos a doña Carlota Murga, la que más tarde se la cedió a doña Josefa Tarragona de Paz, viuda de don Luciano Paz.

    La receta de la señora de Murga le valió mucho éxito, como a su antecesora.

    Más tarde un vasco llamado Pancho, peón de la señora de Paz, puso una masería y a los bollos les dio nombre de “bollitos de Tarragona” con el que han llegado a nuestros días, pero como es de suponer, están muy lejos de parecerse a los que esta señora hacía…

    Pero terminemos con doña Micaela. Armada de un pequeño plumero para quitar el polvo que levantaban los paseantes, no cesaba de hablar, mientras recogía sus reales, producto de la venta. Era una de las ultimas lucecitas que desaparecían de la calle Victoria, entre la Plaza y la actual calle Bolívar. La buena mulata conocía a todos por sus nombres, y al pasar, es decía: —Buenas noches don Pepito ¡Dios guarde a la señora Andrea! ¡Qué lindas están las niñas! ¡Adios doña Aguedita! Memorias a todos ¡Era una cotorra aquella! Si era coja, tenía una lengua infatigable, pero inofensiva. No sabemos si a veces pudo servir de estafeta ambulante entre las buenas mozas y los despiertos galanes, pero el caso es que ella conocía a todos.

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    Darío H. Garayalde
    Darío H. Garayalde
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