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    La nodriza

    Regresaba don José del campo, temprano aún, en la fría tarde invernal luego de terminar la segunda “muda” d la arada preparando la tierra para sembrar trigo, largando la caballada sudada antes de que empezara a caer la helada para que no se pasmara, arreándolos hasta el bebedero del corral para que abreven echándoles unos baldazos de agua en el lomo, dejando abierto el portón así salían al potrero a pastar y reponer energías, revolcándose algunos sobre la gramilla varias veces, tomando impulso cada vez con más fuerza, dándose vuelta en el suelo para el otro lado, incorporándose primero con las manos, parándose después con las patas encaminándose lentamente hacia el campo donde estaba la caballada y desde donde, a intervalos, se escuchaba el tintineo del cencerro de la yegua madrina.

    11 de octubre de 2025 - 17:30
    La nodriza
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    Al ingresar a la casa encontró a su señora, embarazada, atareada en los quehaceres domésticos tratando de encender el fogón de la cocina “económica” con marlos secos para preparar la cena para sus siete hijos, cuatro mujeres y tres varones, quien le manifestó que sentía algunas molestias, dolores en las caderas, lo que indicaría que el alumbramiento no tardaría en producirse.
    Era una noche clara de luna llena y don José le manifestó a su hijo mayor, un joven y fornido mozo forjado en las tareas rurales que atara el sulky con la yegua piquetera para ir a buscar la partera porque se aproximaba el momento en que nacería su hermanito. Sin pérdida de tiempo cumplió con el encargue paterno partiendo hacia la casa d la partera d la colonia, distante un par de leguas de su casa. 
    Doña Amalia, la partera, que a tantos hijos de colonos trajo al mundo, era, como es de suponer, una mujer de contextura grande, de modales enérgicos cuando le tocaba actuar, pero con un carácter muy alegre y bonachón, con una sonrisa a flor de labios, siempre dispuesta de buen grado a dirigirse al lugar que fuere cuando sus servicios eran requeridos, y gustaba que le contaran cuentos “picantes” a los que retrucaba enseguida con picardía, burlándose a veces de los hombres de los que decía que si les tocaban situaciones difíciles no sabían enfrentarlas, diciendo: “En seguida se cagan todos...”, y por eso acudían a ella.
    Dada la distancia regresando con la partera apuraba a la yegua del sulky haciendo chasquear los labios a lo que el animal respondía acelerando el trote despidiendo nubes de vapor de sus ollares, mientras a la luz plateada de la luna los campos parecían nevados y brillaba la escarcha por la fuerte helada que estaba cayendo. Las riendas parecían más duras y frías, se congelaban los dedos de las manos y casi no intercambiaban palabras pues ambos estaban abrigados con gruesos sacos y gorras y envuelta la cara con sendos ponchillos. Antes de media noche llegaron a la casa donde a la luz de una lámpara de mecha a kerosén y en una cama con elástico de alambre bastante “panceado” estaba la parturienta. Como doña Amalia generalmente llevaba sus enseres para estos casos, de inmediato hizo salir a todos de la habitación y arremangándose sólo pidió la asistencia de la hija mayor, procedió a revisar a la mujer y dijo: “Todo va bien, todo está normal, no va a demorar mucho...”
    En la cocina esperaban ansiosos y espectantes don José y sus hijos, atentos a los suaves murmullos provenientes del dormitorio contiguo. Transcurrido poco tiempo, escucharon un agitado respirar y un fuerte quejido, seguido del llanto del bebé. Todos se pusieron de pié, el padre con inquietud y cierta sensación de angustia, muy cerca de la puerta, cuando asomándose la partera que sonriendo y casi gritando exclamó: “¡Macho1 ¡Es un machito! Todo está muy bien...”
    Generalmente a las parteras se las contrataba, aunque no era necesario especificarlo, para que se quedara en la casa donde se producía el alumbramiento alrrededor de una semana, tiempo en que la parturienta guardaba cama y ella se encargaba de organizar todo lo concerniente al bautismo, preparando para el festejo todo tipo de amasijos, tortas, dulces y los últimos días las comidas para lo que doña Amalia se pintaba sola, bajando su papada y sonriendo satisfecha probando todo lo que preparaba. Es de destacar que nunca tuvo un problema en ningún parto de los múltiples que asistió y se jactaba que los bautizos que ella organizaba eran un éxito asegurado. El pago que solía efectuarse por sus servicios rara vez consistía en dinero, generalmente era una bolsa de harina, de muñatos, un par de gansos, los que revisaba por si alguno tenía una pata quebrada, y que ella agradecía cuando se iba y desde el portón de la calle solía gritar: “Hasta la próxima... y ocúpense que no me falte trabajo!!...”
    Hasta los tres meses la madre amantaba al bebé normalmente, pero comenzó a notar que a intervalos cada vez menores lloraba, llenándola de preocupación, sin encontrar alguna motivación que provocara el llanto. Cierto día la puestera que concurría diariamente a ordeñar las vacas, terminada su tarea se acercó a la casa manifestándole a la señora: “Disculpe patrona, su nene llora de hambre. Pa´mí que su leche no lo llena... Si usté quiere yo se lo puedo amamantar... como mi gurisito va pal´año y ya come de todo...”
    Se hicieron los arreglos para que la puestera se instalara en la casa de don José en una habitación que se usaba como despensa, donde se improvisó un dormitorio y comenzó a amamantar al bebé, el que dejó de llorar y en pocas semanas era evidente el progreso en sus cachetitos rosados y gorditos.
    Pasaron los años, los hijos del colono se fueron casando y cada uno buscó su destino, vinieron nietos, y los tiempos fueron cambiando. El menor de los hijos quedó a vivir en el campo paterno asistiendo a sus ancianos padres. Los puesteros, ya mayores, al emigrar sus numerosos hijos del campo, se hicieron una casita en la periferia del pueblito cercano, falleciendo al poco tiempo el viejo puestero, habiendo compartido toda una vida de intenso trabajo en la chacra.
    El hijo que quedó en la casa paterna se convirtió en un joven alto, de anchos hombros, usaba espeso bigote siendo muy guapo en todos los trabajos del campo aprendidos de su padre y del puestero cuyas enseñanzas de doma, arada, soguero asimiló muy bien. En las fiestas, los picnics, los bailes de la colonia solía lucirse, concurría con un hermoso caballo malacara pasuco con un bien armado apero con adornos de plata, luciendo breches y botas con espuelines. Para las madres con hijas “casaderas” era un candidato ideal. Algunas jóvenes “en edad de merecer” solían provocarlo con miradas insinuantes. Cierta vez en un picnic de los tantos que se realizaban los veranos en los arroyos de la zona, al que concurrió sin sus espuelines, una muchacha, para provocarlo, burlándose le manifestó: “¿Cómo es eso, te viniste sin espuelas?” A lo que él, con picardía replicó en el acto: “Es que yo no sabía que ibas a venir vos...”
    En una colonia vecina encontró su compañera de toda la vida, formando su hogar en su colonia, la que abandonaron al fallecer sus padres, radicándose en otra provincia en busca de mejor fortuna. Siendo ya hombre mayor, y habiendo progresado económicamente, en un verano decide regresar a los viejos pagos y visitar el cementerio de la colonia donde descansan los restos de sus padres. Al llegar a las inmediaciones de lo que fuera la colonia donde nació y se crió, donde transcurrió su adolescencia y juventud, reconocía los caminos tántas veces transitados, los campos vecinos, alguna tranquera medio quebrada por el tiempo, los recuerdos y la nostalgia se agolpaban a su mente y su corazón comenzó a latir con más celeridad, ingresando con su moderno automóvil al pueblito donde concurrió a sus primeros bailes, donde sintió vibrar su alma con el primer amor...
    En un almacén del pueblo se detiene y desciende preguntando por el apellido de los que fueron los puesteros en el campo de su padre. Le indican una casa a orillas del pueblo. Accede a su automóvil que estaba rodeado de chiquillos curiosos y admirados ante el importante vehículo, y allí se dirige, deteniéndose ante una precaria casita con un jardincito al frente, en el patio un latón sobre un tronco, un par d arboles frutales, unos patos y gallinas picoteando el seco suelo bien barrido.
    Golpea las manos y se asoma un perrito lanudo ladrando como sin ganas, seguido por una pequeña ancianita encorvada con la tez muy arrugada por el paso del tiempo que se aproxima lentamente al portoncito del alambre tejido que bordea la casita, y levantando con dificultad la cabeza eleva sus ojos hundidos hacia el recién llegado.
    Sus ojos se encuentran luego de unos instantes en una intensa mirada, exclamando suavemente, como en un susurro, conmovida, reconociéndolo: “M´hijito...!!!” El hombre, parado junto a ella no puede articular palabra, un extraño nudo le aprieta la garganta, y con los ojos nublados sólo atina a abrazarla y a balbucear... “Máma vieja!!!”

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    Adolfo Gorskin
    Adolfo Gorskin
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