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    El gaucho rastreador

    Yo comentaba con unos amigos la desaparición de algunos oficios o habilidades, como por ejemplo la tarea del “rastreador” debido a la utilización del alambrado, y con él, también el final de los grandes arreos sustituidos por el camión, más rápido y con menos pérdida.

    30 de agosto de 2025 - 18:30
    El gaucho rastreador
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    Tal vez este oficio sobreviva en algunas comisarías de campaña, donde existan grandes campos y algunos animales buscan refugio en las isletas de monte denso. También, posiblemente la gendarmería conserve a alguien con esa capacidad de seguir una huella, aún en zonas pedregosas, donde es capaz de distinguir que tipo de animal es, y si es caballo si va montado o si va de tiro, y cuantos son.
    En el libro “Vocabulario y refranes criollos” Tito Saubidet define al rastreador como “un gaucho que sabe distinguir la huella o rastrillada de personas, animales o cosas, así como descubrir indicaciones utiles relativas al caso. En épocas pasadas la justicia los ocupaba para sus servicios, pues eran un preciado aliado”
    Los otros dias, buscando material para hacer esta nota, refresqué mi memoria con un relato del ingeniero francés Alfredo Ebelot, contratado por la Provincia de Buenos Aires como asesor en la construcción de la “Zanja de Alsina” en 1876 – 1880, como he mencionado en una nota anterior. El Ministro de Guerra y Marina, Dr. Adolfo Alsina ideó y llevó a cabo un proyecto que se trataba de construir una línea de fosos y fortificaciones con la finalidad de entorpecer el paso de los arreos de ganado robado por los indios en las estancias, para luego pasarlos a Chile, con la complicidad del Presidente Bulnes, donde erajn vendidos en Valdivia como centro clandestino. Esa zanja, según se proyectó, tendría unos tres metros de ancho, dos metros de profundidad y en el terraplén que daba al Este, debía levantarse con la tierra de la excavación, un parapeto de un metro sobre una base de 4,50 metros.
    El ingeniero Ebelot, aparte de ser un hombre capaz en su profesión, era un excelente cronista de los hechos que le tocó vivir como lo demuestra el que transcribo a renglón seguido:
    “Estaba en aquel tiempo dirigiendo los trabajos del gran foso de Alsina, entre Bahía Blanca y Puan. Había establecido mi campamento al lado del mismo foso, a unas seis leguas de la comandancia del coronel Ambrosio Sandes, que cubría la frontera a la izquierda de Puán.
    Cierta madrugada , al amanecer, estando entregado todavía a medias al sueño propio de las fronteras, que no suprime del todo la vigilancia instintiva y cierta especie de suspicaz discernimiento del peligro circundante, sentí el paso de dos caballos que hacían alto frente a mi carpa. Al propio tiempo, los dedos de mi asitente rozaron la lona de moso discreto, pero significativo, indicando que ocurría  un caso imprevisto y apurado.
    Dos soldados del rondín de noche del fortín más inmediato venían a darme parte de que un grupo de indios había practicado una brecha en el parapeto y penetrado dentro de la línea. Despaché en el acto un chasque al coronel Ambrosio Sandes, avisando de lo acaecido al oficial que mandaba el punto, y agregando que me marchaba a inspeccionar el agujero, y que me enviase cuanto antes un buen rastreador.
    Cuando llegué al portillo, hacía un frío de todos los diablos y un viento capaz de descornar a San José, condición poco favorable por cierto para discernir los rastros de los invasores. La tierra suelta se había volado, y no quedaba sino un montón desplomado de la tosca dura de que allí está formado el subsuelo.
    ¡Vaya Vd. A reconocer señales de pasos entre puras piedras!—A lo menos esta fue mi opinión de “gringo” inexperto.
    El pasto suministraba indicaciones más claras mas acá y más allá del portillo. Del lado del desierto estaba tremendamente rastrillado en un estrecho radio. Los caballos de la tropilla se habían resistido a lanzarse a la abertura.
    Habían remolineado bufando, y encabritandose antes de acometerla. Acorralados por el circulo de jinetes, rabiosa y habilmente pinchados por las chuzas, se habían, en fin precipitados todos juntos atropellandose, chocandose sobrecogidos de espanto. En seguida la tropilla se había casi dispersado, al tener cancha abierta después de franqueado el muro de césped. Los jinetes que la dirigían la habían reorganizado rapidamente en compacto grupo, y todos habían disparado a escape en dirección al más cercano valle de los contrafuertes de la Sierra de la Ventana. El sargento que me acompañaba con su mirada de fronterizo, discernía a lo lejos en medio del oleaje de las plantas, agitadas por el recio viento, una línea recta, parecida a la estela de una nave. Era la rastrillada de la invasión.
    Sabíamos a que hora habían entrado los indios, y conocíamos su dirección, de consiguiente, su actual paradero. Faltaba un solo detalle para organizar la persecución: cuantos eran.
    El rastreador no tardó en juntarse con nosotros.
    Figurense un sujeto de pura sangre “arribeña”, lacio el pelo, salientes los pómulos, torvos los ojos a la par que penetrantes, y, para más señas, soldado viejo y milico irreprochable 
    El viento del desierto había sobrepuesto a su tez cobriza una pátina cálida, que daba un vigor simpático a sus facciones secas y ásperas, de uan expresión medio apagada, medio socarrona. Se apeó pausadamente y miró largo tiempo, callado, las intrincadas pisadas que se confundían en el espacio de dos metros de ancho por el cual la tropilla había hecho su furiosa irrupción.
    Trepó la pared de tierra, descendió al otrio lado y pisando el suelo con tanta precaución como si hubiera marchado sobre ascuas o alacranes, se dirigió hacia el punto donde los caballos habían remolineado. Evitaba, como se comprende, hacer desaparecer las pisadas accidentales, las de un animal separado del grupo o montado. Llegado ahí, se puso a mirar con tan intensa atención que asumió de veras el carácter escultural su faz de bronce cuya vida toda se concentraba en los ojos.
    En seguida volvió hacia nosotros sin fijarse en nada, atropellando desdeñosamente la tierra, pasto, piedras terrones, como quien no tiene ya que sorprenderles un secreto.
    Echó una mirada hacia la sierra sin decir palabra, mostró al sargento que movió inperceptiblemente en prueba de conformidad, el indeciso reguero marcado por la invasión sobre la verde ondulación de la pampa, y pronunció su sentencia con tonada lenta.
    —Han pasado seis caballos montados, quince sueltos, y una yegua madrina con un potrillo de seis a ocho meses—
    Los ladrones fueron tomados al día siguiente. Se pudo ver que efecvtivamente eran seis, que su tropilla constaba de quince caballos y una madrina. El potrillo no apareció, y me imaginé que el rastreador lo había agregado por su cuenta,, pAra deslumbarnos con ese floreo, que cabía a las mil maravillas en los límites de lo verosimil.
    No había tal. El potrillo cuyas fuerzas no correspondían a la jornada obligada,
    Se había quedado en el camino, rendido. Unos soldados lo hallaron, y lo allana de cualquier duda, lo reconoció la yegua, tratandose de brutos, la voz de la sangre no es una mera figura de retórica. Era, como quedaba anunciado, un animal de ocho meses.
    Pocos dias más tarde, estabamos en Trenque Lauquen—pues sabrán que nos cupieron en suerte morrudas cabalgatas en la frontera, y , pensandolo bien a distancia de algunos años, me pregunto que fue más duro en las caminatas esas, o si los caballos que las aguantaban, o el cuero de los hombres enhorquetados sobre ellos…”

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    Darío H. Garayalde
    Darío H. Garayalde
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