Ayacucho, el rincón de la muerte imperial en América
El jueves 9 de diciembre de 1824 fue el punto final del dominio español en América. Todo sucedió en la Pampa de Ayacucho, que en quechua significa “rincón de los muertos”, como presagiando lo que ocurriría cuando sonaran los rugidos de los cañones. La planicie de Ayacucho de un kilómetro y medio de largo y 700 metros de ancho, se encuentra a unos 400 kilómetros de la ciudad de Lima, siendo el lugar escogido por el general venezolano Antonio José Francisco de Sucre (asesorado por el general de La Mar) para librar la última batalla por el domino de la América del Sur.
El joven Sucre de tan solo 29 años de edad había realizado una brillante carrera militar y política, bajo la sombra de Bolívar. En su foja de servicios podía mostrar victorias rutilantes como la Batalla de Junín o la de Pichincha. Sucre se dirigió a las tropas patriotas compuestas por 4500 colombianos, 1200 peruanos y unos 120 argentinos y algunos granaderos integrantes del otrora Ejercito de los Andes, diciéndoles: “De los esfuerzos de este día depende la suerte de la América del Sur”.
Ese día las fuerzas patriotas americanas contaban con 6000 soldados, mientras que las fuerzas coloniales tenían 9300 soldados, talvez esa desventaja estuvo compensada por la moral desbordante luego de las sucesivas victorias militares contra los colonizadores. La derecha del dispositivo estuvo organizada en cuatro batallones de Colombia bajo el mando del general José María Córdoba; en el medio el general Guillermo Miller, tenía a sus órdenes elementos heterogéneos como los Húsares de Junín, los regimientos de Granaderos y Húsares de Colombia y el escuadrón de Granaderos a Caballo argentino; a la izquierda, bajo el mando del José de La Mar se encontraban la legión peruana y los batallones 1, 2 y 3 de Perú.
Cuando floreció el alba, el general español Juan Antonio Monet, junto con su ayudante de campo, propuso que los oficiales de ambos ejércitos por lazos de amistad o parentesco se saludaran antes de que comenzara la batalla. Sucre accedió al pedido y los militares procedieron a ese ritual de caballerosidad antes de comenzase la contienda.
Los sonidos de los cañones de la artillería española marcaron a las 9 de la mañana el inicio de la lucha. Sucre a la defensiva esperó que los españoles realizaran sus primeros movimientos para observar las debilidades de su dispositivo y equilibrar la desventaja numérica. Los conquistadores avanzaron con la izquierda y el centro a las órdenes del virrey José de la Serna, con el objetivo de rodear a la izquierda americana. El virrey cometió dos errores que volcarían las acciones a favor de los patriotas: la maniobra española fue realizada en un espacio limitado, sin sorpresa táctica, dejándola encajonada sin amplitud contra posiciones fuertemente ocupadas, siendo blanco de la artillería patriota.
El general patriota José María Córdova frenó el ataque realista producido por la izquierda de las fuerzas comandadas por el general Alejandro González Villalobos. Simultáneamente, el general realista Gerónimo Valdez avanzó con sus fuerzas sobre las del general La Mar, mientras que Sucre al observar la situación, ordenó que la división de Jacinto Lara “el prócer de la independencia venezolana” fuera en su auxilio. El español Monet, en el centro, decidió pasar con sus fuerzas un zanjón que dividía al campo de batalla en dos mitades. Algunos realistas pudieron avanzar, pero gracias a la acción del coronel Manuel Isidro Suarez al mando de los Húsares de Junín y los Granaderos de Buenos Aires arremetió ferozmente contra el enemigo, arrojándolos en el zanjón, logrando frenar el ataque, provocando pánico y caos en el enemigo. Esta acción ha sido la última carga de caballería efectuada por los granaderos del general San Martín en la Campaña Libertadora.
El general Córdoba que fue recordado por la historia como el héroe de Ayacucho, arengó a su tropa: “¡División de frente! Armas a discreción. ¡Paso de vencedores!”. El avance de las tropas de Córdova a bayoneta calada fue empujando a los realistas hasta la base del cerro Condorkanqui, provocando la rendición de las fuerzas invasoras y la bandera de Colombia flameó en las alturas del cerro como símbolo de la victoria definitiva sobre los españoles.
Luego de cuatro horas de arduos y feroces combates cuerpo a cuerpo, la lucha cesó con 1400 españoles muertos y 700 heridos, mientras que un grupo de 500 realistas se fugó a campo traviesa. Los americanos tuvieron 309 muertos y 660 heridos. Entre los heridos estuvo el virrey de la Serna, por lo que la capitulación fue realizada por el jefe de la reserva española el general José de Canterac. En la batalla participaron 14 generales españoles, a los que se les ofreció la posibilidad de regresar a la Madre Patria. Fueron recibidos con sorna, ya que eran reconocidos públicamente como los “ayacuchos”.
La noticia sobre los sucesos de Ayacucho tardó en llegar a Buenos Aires, porque el oficial a cargo de llevar los pliegos oficiales, fue ultimado en Guando. Las buenas nuevas llegaron el 21 de enero de 1825, por una carta enviada desde Lima por el comerciante inglés Cochrane, Al enterarse de tan ansiada noticia se produjeron festejos callejeros y privados. En estas celebraciones, fogoneadas por los probritánicos y los agentes que auspiciaban el libre comercio, los salones eran adornados con los retratos de Bolívar y Sucre. Nuestro héroe nacional el general José de San Martín, era mala palabra en Buenos Aires.
Un año y medio después de Ayacucho, el 13 de febrero de 1826 arribaron a la Plaza de la Victoria los últimos 78 granaderos de San Martín. Solamente siete de ellos habían luchado en todos los combates que participó su unidad desde el combate de San Lorenzo. Ellos eran: el paraguayo José Félix Bogado, el cordobés José Paulino Rojas, el catamarqueño Francisco Olmos, el puntano Eduardo Damasio Rosales, Segundo Patricio Gómez, Francisco Vargas y el guaraní Miguel Chepoya, trompa de órdenes.
El general Sucre pudo disfrutar poco de las mieles de la victoria final sobre los españoles, ya que fue muerto el 4 de junio de 1830 en Colombia en 1830 por el coronel Apolinar Morillo, bajo el plan de José María Obando, quien fue un caudillo, militar y político colombiano, miembro fundador del Partido Liberal.
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