Aquellas carreras cuadreras en Federal
El dia siguiente fue domingo en Federal. Tempranito nomás me recordó el tío Ángel (que en realidad era primo de mamá, pero con mi hermano le decíamos tío Ángel) y me dijo: “Levantate que tenés que inflarme las gomas de la chatita, que vamos a ir a las carreras”. No me hice esperar. Sabía que corrían el “requemado” de los Pérez con el bayo de los Boleas. En los cuatrocientos metros libres me gustaba el “requemado” ¡Quien sabe a qué parejero le jugaría el tío Ángel!
Por eso, para el mediodía ya tenía la chatita hecha una pintura. Hasta la lavé bien y le pasé un trapo hasta que quedó brillante.
Ese día me vestí con las mejores pilchas que tenía y que no desentonaban en el sitio. Las botas me quedaban un poco grandes, pero con la bombacha bien metida disimulaba. Era crecido, pero de poca edad. 12 años tenía en ese entonces. Me puse un cinto que ni se en que época me había regalado la tía Gringa y el chamberguito negro me lo quebré en la frente, como la peonada montaraz.
Salimos en la chatita Ford “A” para el camino de las carreras, que solo distaba solo una legua y media.
Algunos vecinos nos veían pasar y le gritaban al tío “Que tenga suerte don Ángel”, “Gracias” respondía sin dar importancia a los buenos deseos de la gente. El motor de la chatita cantaba en el polvoriento camino, pero rodeado de monte bajo de espinillos, ñandubay, tala y solitarios algarrobos que asomaban del monte tupido. Cuando quisimos acordar ya estábamos en la punta de las carreras. Bajo los talas sombreadores que bordeaban la cancha a izquierda y derecha se veían colorear los vestidos de las mujeres encargadas de las frituras. Los criollos en grupos, rodeando los árboles, se movían en forma de quebradas, ya tomando “amargos”, de mano de las cebadoras o haciendo comentarios de las mentas de los parejeros. Muchos aperos plateados se veían de un lado y otro del camino. Una pulpería de quinchos estaba rodeada de caballos ensillados. Por frente a nosotros pasó un tumbero con una balanza adentro. Al verlo, el tío Ángel me dijo “Ahí llevan la balanza para pesar a los corredores. Todavía es temprano” “¿Y cuál te gusta tío Ángel?” le pregunté “El que me guste cuando lo vea”.
Nos ubicamos en la punta del camino a esperar que llegaran los parejeros.
Un olor a grasa hierviendo de los “fritos” y tortas nos envolvían. El criolllaje empezó a moverse en todas direcciones. Como buen superticioso el tío Ángel me dice: “Fijate disimuladamente, si no hay clavado en el suelo en el lado del camino donde va a correr el zaino “requemado” de los Pérez dos ramitas cruzadas. Me puse a caminar entre los pastos de la punta del camino “No hay nada tío Ángel”. Eso me hizo entender que me había engañado y que ya había resuelto desde el principio jugar al zaino “requemado” de los Pérez. Sin embargo, a mi me gustaba el bayo de los Boleas. Pero ¿Qué iba a jugar yo si no tenía ni para comprar una empanada? Además era un chico como para desafiar una parada y el tío Ángel no me lo hubiera permitido.
A pesar de todo, me convenía que ganara el “requemado” porque, eso si, para el “barato” el tío era generoso.
De pronto salieron desde debajo de una enramada de la pulpería los parejeros con sus corredores. Luego se pararon en el camino. El “requemado” estaba lindo, parejo, pero el bayo parecía mejor compuesto y brillaba lindo. Los perejeros, como si adivinaran la castigada, levantaban las cabezas, pararon las orejas y miraron lejos el camino de andarivel. El bayo sacudía la crin y desparramaba espuma por la boca.
El paisanaje se amontonó para ver los caballos, y luego se alejó , orillando los caminos. Enseguida comenzaron las apuestas a uno y otro caballo. El tío Ángel esperó dos partidas. Luego nos fuimos a unos cuarenta metros de la largada. Las apuestas eran parejas a uno y otro. Se veía que la carrera iba a ser reñida. Cuando menos lo pensé, el tío Ángel desafió 100 pesos a las patas del “requemado”. “Si me dan luz con el bayo de los Boleas pongo 200 pesos a una agregó”. Un viejo de barba se acercó y le copó los 100 pesos. Otro criollo de apero lujoso le desafió 500 pesos derecho. “Están pagos” le dijo el tío. Abrió la carterita de la rastra y sacó la plata y se la quiso entregar a quien los había jugado. Los hombres no aceptaron, pero en cambio le entregaron los 500 pesos a él, diciéndole “Téngalo usté, por si nosotros ganamos nos entrega el doble. Los criollos se rieron pero de manera respetuosa, eso si. Al tío Ángel no se le movió un pelo, mientras guardaba la plata junto a la suya en la carterita, como si supiera que de ahí no saldrían más.
Mientras tanto, el bayo y el zaino “requemado” habían hecho las primeras partidas. No se hicieron esperar mucho para quedar alineados. “Ahura y se vinieron” gritó uno que estaba en la linea de partida. Cruzaron frente a nosotros llevándole medio cuerpo de ventaja el bayo al “requemado”. Se armó una gritería de apuestas a favor del bayo. Muchos coparon esas paradas. Jugaban pesos y alguno hasta un reloj de bolsillo.
No nos movimos del lugar y el tío era una estatua, mirando a la distancia, oyendo el parejo galope de los parejeros entre la polvadera.
Me daba cuenta que cuatrocientos metros libres era mucho para caballos criollos y que la ligereza iba a aflojar grande a la llegada. Así nomás fue; aflojó fiero el bayo de Boleas y el “requemado” de los Pérez ganó con luz.
Me puse contento, como si yo hubiera ganado los 500 pesos.
El tío Ángel ni se molestó en mirar a los contrarios. Ya había ganado los 500 pesos y era dificil que volviera a copar después o aceptar desquite.
El que también ganó fui yo porque el tío Ángel estaba tan contento que me alargó 20 pesos. Para mi era mucha plata en 1951. Mientras el tío Ángel se iba a conversar con los amigos, yo me dediqué a probar las empanadas que hacían las quitanderas debajo de los árboles y después lo completé con pastelitos de dulce de membrillo. Fue una linda tarde.
Cuatrocientos metros es lo que se llama “un cuarto de milla” en los hipódromos.
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