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    Un país rehén de las urnas: el costo de la democracia sin pausa

    La Argentina parece vivir en campaña electoral todo el año. Apenas se cierran las urnas de una elección, comienza el armado de la siguiente. La sucesión de comicios nacionales, provinciales y municipales, genera un fenómeno conocido como “elecciones permanentes”.

    13 de septiembre de 2025 - 04:00
    Un país rehén de las urnas: el costo de la democracia sin pausa
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    Lejos de ser un detalle anecdótico, este ciclo tiene consecuencias profundas: condiciona la calidad de las políticas públicas, afecta la economía, genera inestabilidad política y moldea la vida cotidiana de los argentinos en torno a un calendario electoral incesante.
    El politólogo Andrés Malamud lo resumió en una frase que se ha vuelto un diagnóstico repetido: “Argentina vive en una democracia que funciona con la lógica del inmediatismo: se privilegia ganar la próxima elección antes que pensar en las próximas generaciones”.

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    Un calendario que nunca descansa
    En Argentina, cada dos años se eligen diputados nacionales, y cada cuatro años, senadores, presidente y gobernadores. A eso se agregan las PASO, que duplican las instancias electorales, y la posibilidad de que provincias y municipios desdoblen sus elecciones.
    El resultado es que prácticamente todos los años hay algún tipo de elección, lo que obliga a los partidos a estar en modo campaña de manera permanente.

    La comparación con otros países permite dimensionar la magnitud del problema:
    • Brasil: elecciones presidenciales, legislativas y estaduales cada cuatro años, sin primarias abiertas y obligatorias.
    • Chile: calendario previsible, elecciones cada cuatro años para presidente y parlamentarios.
    • Uruguay: internas, generales y balotaje cada cinco años, lo que da estabilidad.
    • España: elecciones generales cada cuatro años, salvo disolución anticipada, con fechas claras.
    Los costos del cortoplacismo
    El efecto más visible de este sistema es el cortoplacismo en la gestión pública. Los gobiernos quedan atrapados en la necesidad de mostrar resultados inmediatos, aun a costa de hipotecar el futuro.

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    Esto genera consecuencias graves:
    1. Economía: pan para hoy, hambre para mañana: El calendario electoral presiona a los gobiernos a generar sensación de bienestar en los meses previos a la elección. Esto suele traducirse en congelamientos tarifarios, aumentos de subsidios generalizados y bonos extraordinarios. El resultado es conocido: alivio transitorio, deterioro fiscal, mayor inflación y nuevos ajustes.
    2. Inversión, proyectos a los saltos: Las inversiones de largo plazo suelen concentrarse en años electorales, con inauguraciones apresuradas y obras incompletas. En los años intermedios, los proyectos se ralentizan o quedan suspendidos. Esto impide una planificación coherente y le resta competitividad al país.
    3. Institucionalidad, reglas de juego inestables: La política de corto plazo afecta la credibilidad del país: las reglas tributarias, laborales y financieras cambian al ritmo del calendario electoral, desalentando inversiones y debilitando la independencia de los organismos públicos.
    4. Costo económico directo: La Cámara Nacional Electoral estima que cada proceso electoral supera los 20.000 millones de pesos. A esto se suman los gastos de campaña partidarios y el desvío de recursos hacia medidas de impacto electoral.

    Mala calidad del gasto público
    La frecuencia electoral no solo agota a la ciudadanía, sino que distorsiona la asignación del gasto público y condiciona la forma en que se ejecutan los presupuestos en los tres niveles de gobierno.

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    Un ciclo presupuestario atado al calendario: 
    El análisis de las cuentas públicas revela un patrón que se repite elección tras elección:
    En años electorales: se produce un incremento del gasto de capital, en especial en obras públicas. Se multiplican inauguraciones, anuncios de proyectos y licitaciones, muchas veces concentradas en los meses previos a los comicios para maximizar su impacto político.
    En años no electorales: la inversión se retrae, se aplican recortes y se prioriza el equilibrio fiscal. El ajuste suele afectar áreas estratégicas, dejando inconclusas obras y programas iniciados en el ciclo anterior.

    Un gasto que no transforma:
    El problema no es únicamente cuánto se gasta, sino cómo se gasta. La lógica electoral favorece el gasto visible, de rentabilidad política inmediata, en lugar de la inversión productiva y social sostenida. 
    Algunos ejemplos habituales son:
    Obras públicas inauguradas a contrarreloj, sin planificación integral ni presupuesto asegurado para su mantenimiento.
    Programas sociales y subsidios transitorios, que desaparecen luego de las elecciones, dejando sin cobertura a sus beneficiarios.
    Publicidad oficial y eventos masivos, que se multiplican en tiempos de campaña y se reducen de forma drástica en los períodos intermedios.

    Desarrollo irregular y discontinuo:
    El resultado es un desarrollo irregular y a los saltos, que carece de continuidad. La infraestructura —rutas, escuelas, hospitales— suele expandirse en etapas electorales, pero se deteriora o queda inconclusa cuando los recursos se retraen. Lo mismo ocurre en áreas críticas como salud y educación, que dependen de presupuestos fluctuantes y no cuentan con una política sostenida.
    Este comportamiento erosiona la calidad del gasto: los recursos existen, pero se administran bajo una lógica coyuntural y electoralista, en lugar de responder a una estrategia de crecimiento sostenible.
    Paradójicamente, cuanto más gasta el Estado en años electorales, menor es el impacto de largo plazo de ese gasto.
    El dinero público termina financiando la inmediatez de la política, en lugar de consolidar las bases de un desarrollo duradero.

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    El origen constitucional del problema
    Parte de esta dinámica proviene de la propia Constitución Nacional, que establece la elección legislativa cada dos años. Si bien el objetivo es garantizar representación, en la práctica genera inestabilidad permanente. Es necesario debatir una reforma que unifique elecciones, alargue mandatos o repiense las PASO.

    ¿Qué hacer mientras tanto?
    Mientras se avanza en una reforma, es posible adoptar medidas: unificar calendarios provinciales y municipales, limitar la publicidad oficial en campaña, establecer planes de inversión plurianuales y construir consensos básicos para no alterar las reglas de juego cada dos años.

    Conclusión: un país que debe decidir si vivir para las elecciones o gobernar para el futuro
    Esta dinámica no fortalece la democracia: la desgasta. Reduce la gobernabilidad, detiene la inversión y mina la capacidad de planificar con visión de largo plazo.
    El reciente revés electoral no es solo un dato coyuntural: exhibe las fallas estructurales de un sistema que obliga a gobernar pensando en la próxima campaña. En un mundo donde la competitividad exige previsibilidad y continuidad institucional, Argentina debe decidir si seguirá hipotecando su futuro en nombre de la inmediatez.

    La alternativa es clara: o seguimos gobernando para la próxima elección, o comenzamos a gobernar para las próximas generaciones. Esto implica debatir una reforma política que reduzca la frecuencia electoral, unifique calendarios y promueva la planificación plurianual. 
    Hasta entonces, corresponde que oficialismo y oposición alcancen consensos básicos que permitan evitar que la política siga devorando el desarrollo.

     

     

    Temas
    • democracia
    AUTOR
    Álvaro Sierra
    Álvaro Sierra
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