Del reloj al algoritmo: el desafío de reformar las leyes laborales en la era digital
El código laboral del siglo XX ha caducado. Los horarios fijos, el control de asistencia y la estructura jerárquica de la oficina industrial son insuficientes para describir la realidad de millones de personas. La irrupción del teletrabajo, la Inteligencia Artificial (IA) y las plataformas digitales no solo han transformado el cómo se trabaja, sino que han redefinido el significado mismo del empleo.
La tecnología ha borrado las fronteras entre la vida personal y la laboral, forzando una disponibilidad que antes estaba limitada al espacio físico de la fábrica o el escritorio.
Sin embargo, la legislación laboral argentina —y gran parte de la latinoamericana— permanece anclada en la lógica del empleo presencial e industrial.
La urgencia por actualizarla es innegable, pero el desafío es complejo y peligroso: una reforma apresurada, o sesgada, corre el riesgo de encubrir nuevas formas de precarización bajo la bandera de la modernización, comprometiendo el futuro económico del país.
La Ley de Contrato de Trabajo (LCT) se diseñó para establecer un equilibrio de poder en un contexto de alta concentración empresarial, garantizando estabilidad, jornada limitada y salario fijo.
Hoy, esa relación se ha difuminado. El empleado opera desde cualquier lugar y su “jefe” es, a menudo, un algoritmo que mide la productividad y asigna tareas, introduciendo una opacidad sin precedentes.
Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), más del 20% de los trabajadores latinoamericanos opera ya bajo modalidades remotas o independientes, frecuentemente sin derechos ni cobertura social.
Esta nueva economía del conocimiento exige un marco legal que comprenda la virtualidad, la movilidad y la fluidez del empleo contemporáneo, pero que lo haga protegiendo al trabajador de la explotación digital.
La pandemia aceleró el trabajo remoto, exponiendo las deficiencias de la regulación. Si bien la Ley 27.555 intentó abordar el fenómeno, reconociendo el derecho a la desconexión digital, su aplicación práctica generó más dudas que certezas: la falta de claridad sobre la absorción de costos operativos (internet, electricidad) y los mecanismos de control horario sin invadir la privacidad han quedado sin resolver.
Como explica la abogada laboralista Carolina Brizuela, especialista en derecho digital: “La legislación debe adaptarse a una realidad donde tiempo y espacio son difusos. Pero si no se regula con extremo cuidado, las empresas pueden instrumentalizar esa indefinición para exigir disponibilidad permanente, transformando la flexibilidad en una carga unilateral”.
A la par de la IA y la automatización, que desplazan tareas rutinarias, el modelo de la economía de plataformas (Uber, Rappi) consolidó la figura del “colaborador independiente”. Esta supuesta libertad de horarios suele ser la contraparte de la inseguridad económica y la ausencia de cobertura previsional y médica.
Mientras países como España y Chile han avanzado en normativas que buscan reconocer la dependencia económica real de estos trabajadores, en Argentina la discusión legislativa se estanca. “El futuro del trabajo no se puede construir sobre la informalidad,” señala el dirigente sindical Julián Monzón. “No se trata de ir contra la innovación, sino de impedir que se use la tecnología para disfrazar relaciones de dependencia y evadir las responsabilidades sociales que sostienen la economía en su conjunto”.
En este contexto complejo, el Congreso argentino debate el Proyecto de Ley de Promoción de Inversiones y Empleo (7151-D-2024), que busca dinamizar la economía y modernizar la LCT.
El texto propone avances necesarios, como la digitalización de trámites, la introducción de incentivos fiscales a la formalidad (bonos de crédito fiscal) y la flexibilización razonable del nuevo artículo 66. Además, el Régimen de Incentivo para Medianas Inversiones (RIMI) y el reconocimiento de beneficios sociales no remunerativos son herramientas que, bien aplicadas, pueden generar empleo genuino y mejorar el bienestar.
No obstante, el proyecto presenta puntos de alta controversia que concentran el riesgo de la reforma. El concepto ambiguo de “perjuicio irrazonable” en el artículo 66 podría convertirse en una puerta abierta para cambios unilaterales en las condiciones laborales.
El nuevo artículo 208, que acorta plazos de licencia por enfermedad, y el artículo 276, que debilita las indemnizaciones judiciales al limitar los intereses moratorios, son percibidos como un retroceso directo en derechos adquiridos.
Al reducir el valor real de las sentencias y desincentivar reclamos legítimos, estas medidas benefician primariamente a las empresas con alto pasivo judicial o a aquellas que especulan con la demora, afectando la confianza en el sistema legal y la protección del trabajador.
El mayor riesgo del debate actual reside en confundir modernización con desregulación. Una reforma laboral que se limita a complacer a sectores específicos a través de la reducción de costos indemnizatorios o el debilitamiento de la negociación colectiva, sin ofrecer un marco robusto para la inclusión tecnológica y la protección social universal, resultará ser un error de cálculo económico.
La inestabilidad laboral, la informalidad extendida y la falta de seguridad social minan la capacidad de consumo interno y reducen la productividad a largo plazo. Un país no se vuelve competitivo basándose solo en salarios bajos o en la desprotección de sus trabajadores, sino en la estabilidad, la capacitación y la paz social que permite la inversión productiva.
La clave del futuro radica en el equilibrio: adaptar las normas a la tecnología sin abdicar de los principios fundacionales del derecho laboral. El consenso internacional apunta a la necesidad de construir un “piso de derechos digitales mínimos” que incluya la transparencia algorítmica, el derecho efectivo a la desconexión y una seguridad social universal y adaptable a la multiejecución de tareas.
La reforma laboral debe ser eficiente: debe generar empleo genuino, incentivar la inversión productiva y formalizar a millones de personas.
Si la ley solo se enfoca en reducir los costos para unos pocos, sacrificando la dignidad y la protección del trabajador, no será una herramienta de modernización, sino una factura de precarización que la economía en general pagará con inestabilidad y desigualdad.
Actualizar las leyes es un imperativo económico, pero hacerlo con justicia es un imperativo ético.

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