Los pilotos de Hiroshima y la conciencia
José Pablo Feinman ha narrado en una interesante nota los destinos de los dos pilotos que lanzaron las bombas a Hiroshima (José Pablo Feinman “Los dos pilotos de Hiroshima” Página 12). Fue la primera vez que se arrojó una bomba atómica sobre una ciudad abierta, matando en segundos a cientos de miles de personas. Eso sucedió un seis de agosto de 1945.
Luego, un día como hoy, 9 de agosto, se completó la masacre en Nagasaki, donde una nueva bomba arrasó con la vida de más de 70.000. Uno de los pilotos era Paul Tibets y el otro Claude Eatherly. Tibets sintió, con emoción el orgullo y la gloria de haber cumplido con eficacia, el deber que le encomendó su Patria. El otro, Eatherly sintió el abismal desgarro de haber matado 100000 personas en segundos, apretando un botón. Pronto su conciencia comenzaría a atormentarlo. Es dramático el solo pensarlo. La bomba atómica lanzada sobre las ciudades Japonesas era bélicamente innecesaria. Los japoneses estaban ya absolutamente vencidos. Esas bombas, todo el mundo está de acuerdo, no marcaron el fin de la segunda guerra mundial, sino el comienzo de la guerra fría. Era un modo de exhibir poderío a la Unión Soviética. Pero las bombas las arrojan los hombres, obedeciendo órdenes, pero también de acuerdo a sus convicciones, aunque tengan poco margen para la desobediencia. Hay ahí una diferencia ética. Tibets se sintió un héroe que ni se preguntó por las muertes que produjo. Aun mas, dijo haber dormido tranquilo el resto de su vida, hasta los 92 años. Eatherly en cambio enloqueció y fue encerrado en un Psiquiátrico, donde en varias oportunidades intentó suicidarse. Las guerras ponen a los individuos frente a su conciencia. Los soldados son conminados a obedecer, a no pensar, a no sentir, mucho menos a interpelar o preguntarse por el carácter ético, humano, e incluso legal del mandato de sus superiores, por eso hay jerarquías y solo debe ejecutarlos. Son máquinas vacías que acatan ciegamente, es tal vez por eso que los asimila a robocops , inhumanos y crueles, con uniformes que solo les sirven para despersonalizarse y reprimir brutalmente, sin reflexionar que se trata de niños, de ancianos o discapacitados, que no han cometido ningún delito, como hemos visto recientemente, sin vergüenza, completamente disociados o alienados a un discurso distorsionado, completamente distorsionado, alienados a la idea que el Poder político les impone, de que esos, jubilados , discapacitados, indigentes, trabajadores y estudiantes, son los enemigos de la Patria. Creo que Tibets actuó con ese ideal macabro, masacrar 100000 personas era un acto patriótico, heroico, se creyó el relato. Hay luego quienes ante sus responsabilidades han acudido a la justificación de la obediencia debida, para excusarse de delitos de lesa humanidad. Lo ha hecho Eichmann, criminal de guerra nazi, lo han hecho los nazis y lo han hecho los Genocidas de la Dictadura, por crímenes horrendos, amparándose en que recibían órdenes. Esas excusas se transformaron en ley que perdonaba esos crímenes durante el gobierno de Alfonsín, con la ley de Obediencia debida, una de las leyes más vergonzosas y degradadas, que haya podido producir nuestra historia, porque cuando la ley avala y convalida una conducta profundamente amoral, todos los límites éticos se borran y extravían el marco civilizatorio básico para la convivencia entre los hombres. La cultura se borra en función del retorno de la barbarie. Hay un cuento, muy crudo, de Mario Benedetti que se llama “Escuchando a Mozart”, en el que el conflicto del torturador con su conciencia doblega cualquier consideración humana, incluso con su hijo que lo interpela. Prefiero, en este contexto, la dolorosa conciencia de Eatherly, su desgarro moral, su pena inconmensurable y enloquecedora, su deriva irremediablemente melancólica y culpable, al sentimiento alienado de Tibets, de haber arrojado, por primera vez, una bomba atómica, por sentirse un héroe, al haber asesinado a doscientos mil personas indefensas.
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