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    De aquellas integraciones a estas discriminaciones

    Entre Páginas y Pantallas

    26 de julio de 2025 - 22:30
    De aquellas integraciones a estas discriminaciones
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    Desde tiempos inmemoriales la condición humana ha concitado el interés de filósofos, teólogos e intelectuales que han intentado descifrar las motivaciones, intenciones y acciones que los hombres, en el transcurso del tiempo han contemplado para actuar y relacionarse con sí mismo, con las demás personas, con el contexto en el que habitan y con lo eterno y sobrenatural.

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    Jean-Jacques Rousseau en su “Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres”, escrito veinte años antes de la Revolución Francesa, elabora la concepción de lo que se conoce como “El buen salvaje”, en el sentido que “el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe”. 

    Juan Antonio Massone en el prólogo de “La condición humana”, libro, en el que, en el marco del escenario de la guerra civil china de las décadas del ´20 y ´30 del siglo pasado, André Malraux alude que la ambición del hombre es “alcanzar una existencia digna mediante la acción solidaria, sus almas se asoman a los abismos de un destino que los conmina, pero jamás lo satisface. En otras palabras, limitan con un vacío imposible de ocultar”. Frente a eso, se repliegan sobre sí.

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    Algunos, como Jean-Paul Sartre esgrimen la idea que la constante presencia y el juicio de “los demás” respecto a uno le hacen decir que “el infierno son los otros”. Otros, hablan del infierno (siempre con el sentido negativo, traumático y de malestar) como la ausencia del otro. 

    Las diferentes teologías también han desarrollado conceptos vinculados con la condición humana. En el caso de la tradición judeo-cristiana, todas las personas son hijos de Dios y el amor a Dios y al prójimo como a sí mismo, es uno de los mandamientos y por lo tanto, una de las definiciones más categóricas respecto de las conductas esperables para las personas de fe.

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    Ítalo Calvino en “Las ciudades invisibles” afirma que “el infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”.

    En “El vizconde demediado” Calvino se involucra con el permanente conflicto entre el bien y el mal. Un antecedente podría encontrarse en el trastorno disociativo de la personalidad que Robert L. Stevenson trata en “El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde) bajo el género de horror. En el caso de Calvino, una más que evidente demostración de antítesis es la figura del vizconde Medardo. Calvino lo representa en una misma persona pero dividido en dos partes.

    Medardo, un joven inexperto, ingenuo, habituado a una vida acomodada, en una edad -según Calvino- en la que,”los sentimientos se abalanzan todos confusamente, no separados todavía en mal o bien; (…) en que cada nueva experiencia, aún macabra e inhumana, siempre es temerosa y ardiente de amor por la vida”. En esa edad, un poco más allá de una inconsistente adolescencia, Medardo se ve involucrado, más allá de voluntad propia, en una guerra santa contra los turcos para complacer a ciertos duques de su Terralba natal.

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    En su elaboración fantasiosa, Calvino divide al medio a Medardo en función de una metralla recibida como consecuencia de una acción más intempestiva y voluntaria que razonada y estimada. Lo hace separando al costado malo del bueno en un sentido simétrico, tanto físico como ético. Independientemente de lo caprichoso y creativo del texto, la aparición del costado bueno de Medardo es el momento en el cual adquiere mayor relevancia filosófica la visión de Calvino.

    Hasta ese momento, la parte malvada del vizconde era la que evidenciaba lo peor de un ser humano. Su costado más miserable y ominoso, su delectación por el ejercicio del poder, su absoluta falta de empatía y conmiseración por el otro. Su despiadada conducta por destruir todo lo conocido. 

    El personaje de Medardo, (su mitad) “buena” plantea la necesidad de la complementación. El ser humano -según él- se integra en cuanto conoce que en cada uno existe la pertinente porción de bondad y maldad que no es posible separar. Por eso, aspira a una unidad en el sentido de compatibilizar y congeniar ambas actitudes. Las que, a su vez, deberían apartarse de los extremos, lo que -como deja trascender Calvino en el texto- termina siendo irritativo y sofocante para el resto de las personas.

    Y es en ese punto donde adquiere, tal vez, mayor importancia esta fábula del autor italiano. Lo es en cuanto debe contemplarse la actuación de cada uno en el ámbito en el cual se desenvuelve. De forma tal que toda actuación, por mayor bondad que contemple debe ser atinada y ajustada a la sociedad en la cual se actúa. Que el ejercicio de esa bondad (y en mayor sentido la maldad) no termine afectando al prójimo, atacando la voluntad del otro, afectando los derechos de ellos.

    Es posible que Calvino al escribir “El vizconde demediado” en 1951, tuvo en cuenta el espíritu de época. Hacía pocos años que había terminado la Segunda Guerra Mundial de la manera más terrible y despiadada. Para el final de una confrontación que ya era pavorosa porque había asesinado a millones de personas en Europa se apeló a dos bombas atómicas que destruyeron dos ciudades con implicancias decisivas para generaciones posteriores. Los intelectuales de entonces apelaban entonces a la aparición de un hombre nuevo en una sociedad nueva. Que atendiera a la unión de los hombres. Y aparezca un hombre pleno. Apuntar a la armonía del conjunto. No solo en cada uno, sino también en la sociedad donde se vive.

    Aspiraciones que eran apropiados a la recomposición de las democracias europeas y entendidas en décadas en las cuales se avanzó en la integración de las personas con derechos civiles y sociales a los que se aspiraban. En procura de esa unidad personal a la que refería Calvino y que involucraba al conjunto. 

    Aquella sociedad a la que posiblemente anhelaba Calvino, de una integración entre la bondad y la maldad, en la justa medida humana y, concomitantemente, en la justa medida social, suponía indudablemente un respeto por la diversidad y un interés acorde con el conjunto, que evidentemente ha quedado en utopía, considerando la crueldad, discriminación, marginación y estropicio que anida en la sociedad contemporánea.

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    Gustavo Labriola
    Gustavo Labriola
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