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    La encerrona trágica

    Cada vez que alguien depende de otro para cubrir sus necesidades de alimento, estudio, salud y, ese alguien de quien depende lo rechaza, lo maltrata, y no hay un tercero de apelación, se configura una “encerrona trágica” (en los términos del Psi Fernando Ulloa).

    10 de febrero de 2024 - 03:05
    La encerrona trágica
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    Es una situación de dos lugares, víctima y victimario, sin tercero de apelación. Esto configura lo que Ulloa llama la crueldad. La crueldad es distinta de la agresión. Dos personas pueden chocar sus autos y agredirse. En la crueldad hay saña, en ese caso, uno de los conductores pudo haber desmayado al otro y seguir pateándolo, si los transeúntes pasan, miran y siguen, el hecho constituye un acto de crueldad y una encerrona trágica, porque no hay a quien apelar. Estamos viviendo momentos en el que la crueldad forma parte de una ideología política. La crueldad y el odio. Un ejemplo de ello es la manipulación del hambre. La Ministra de capital humano declama, frente a los hambrientos, que dará de comer a aquellos que pidan uno por uno, sin intermediarios. Al otro día, una fila de 20 cuadras de personas hambreadas hace la cola en el Ministerio. La ministra no los recibe. El hambre es una urgencia y una desesperación, no puede esperar a las resoluciones burocráticas. Es un acto cruel y una encerrona trágica porque las víctimas dependen totalmente para sobrevivir de quienes pueden satisfacer sus necesidades elementales, que se transforman en victimarios, y no hay una instancia judicial que resuelva la urgencia, y entonces, las víctimas quedan totalmente a merced de los crueles. Del mismo modo cuando suspende la asistencia a pacientes con cáncer, o cuando un anciano no puede comprar sus medicamentos, ni sus alimentos y quienes deben resolver sus necesidades los reprimen con violencia, quedan, esas personas, atrapadas en una encerrona trágica, no hay a quien pedir, no hay ley, no hay terceros. Para colmo ciertos medios de comunicación justifican la represión, ciertos discursos pretenden avalarla, ciertos sectores la celebran. Gozar el sufrimiento del otro es cruel. En ese proceso interviene el odio. El odio es un sentimiento primitivo. En el odio todo lo bueno está en mí, mi yo es perturbado por una causa externa, donde se deposita el odio (el odio es un afecto primario, dice Freud, y su expresión primitiva se da en una temprana etapa de elaboración del yo, aquella que el vienés denomina “yo de placer purificado”, en la que el cachorro humano siente que todo lo bueno y placentero coincide con él-es yo- y todo lo malo es no/yo, reside fuera de él). El odio busca destruir el objeto que amenaza el placer absoluto, puro, de mi yo. El odio se descarga en la aniquilación del otro, que de ese modo pierde el rostro humano, se reduce a un objeto que hay que aniquilar. Los nazis descargaron su odio sobre judíos, gitanos, homosexuales, disidentes políticos, los señalaron como causas de sus desgracias y los asesinaban en los Campos de concentración. Convencieron a la población que esos grupos, estigmatizados y demonizados, eran los enemigos de su felicidad y de la realización de la raza superior y orientaron sobre ellos su odio, producto de sus frustraciones. Para lograrlo deben reducir y degradar al otro en su condición de semejante, deshumanizarlo (el Genocida Sanit Jean, por ejemplo, llegó a afirmar “nosotros no matamos personas, matamos subversivos). Los construyeron como sus enemigos. En su libro “La construcción del enemigo”, Umberto Eco explica que la estrategia de crear enemigos, siempre repugnantes y despreciables, como una necesidad de justificar su aniquilación. La crueldad se despliega cuando el sujeto no ha podido construir, en sí, ternura. Los crueles no han recibido amor, buen trato, afecto, en sus vidas, desconocen esos sentimientos (en relación a la represión en el Congreso, Agustín Laje, politólogo libertario, ha conseguido reunir, en una frase, odio, crueldad y construcción del enemigo, cuando dijo que “cada balazo bien puesto en cada zurdo, ha sido para todos nosotros un momento de regocijo”). La ternura se opone a la crueldad, supone ver en el “otro” un semejante, un ser humano, incluso en contextos de extrema violencia, como guerra. En la conmovedora novela, hecha película “Sin novedad en el frente”, hay una escena en la que Paul Bäumer, el joven soldado alemán, combate cuerpo a cuerpo con un soldado francés, y lo apuñala brutalmente. Horrorizado al ver su rostro, desesperado al presenciar su agonía, intenta reanimarlo infructuosamente. Al fin, el “enemigo” muere y Paul se queda solo con su consciencia atormentada. Ha matado a un semejante, a una persona que, como él, fue empujada al horror de la guerra y la destrucción, al absurdo, por intereses ajenos. En la consciencia de la vida singular del semejante que acaba de asesinar, en su identificación con su dolor, con su desgracia, se opera un proceso psíquico de signo contrario a la crueldad y el odio, la compasión y la culpa. El “otro” no es, en el caso de la empatía, de la posibilidad de compasión a partir de la identificación con el dolor del otro, un enemigo a destruir (por pertenecer a determinados grupos en los que se diluye su singularidad, (“piquteros”, “negros”, “judíos”, “extranjeros”, “kirchneristas”) etc., sino que es un sujeto único y a la vez un congénere, un ser humano igual a mí, que sufre por mi causa. La ternura se construye a partir del amor, del amor de los primeros “otros”, la madre, la familia, la comunidad. La capacidad de ternura se desarrolla si se aprende a anidar, a bien tratar, a mirar al otro en sus necesidades, a reconocerlo como semejante, a cuidarlo, a desarrollar la compasión, como emoción que nos permite sentir e intentar evitar su sufrimiento. Para eso es necesario un contexto familiar que posibilite esos aprendizajes y también un contexto político que lo promueva. La ternura implica una sublimación de los instintos, una elaboración de la crueldad y el odio a través del amor, de la inteligencia y el pensamiento, una construcción cultural que eleva al ser humano de su animalidad. La persona cruel está fijada a una etapa primitiva del hombre, a un momento salvaje de su evolución. El desarrollo de los dispositivos socioculturales de la crueldad, representan un peligro a la convivencia social, porque promueven, justifican y banalizan conductas de desapego humano y afectivas, como la indiferencia, la destrucción y hasta el goce por el sufrimiento del otro. La crueldad tiene una dimensión política, lo mismo que la ternura. Lo dijo con claridad Fernando Ulloa, un psicoanalista que ha indagado en profundidad la investigación de la tortura como práctica de los genocidas y paradigma de la “encerrona trágica”, dijo: “Hablar de ternura en estos tiempos de ferocidades no es ninguna ingenuidad, es un concepto profundamente político. Es poner el acento en la necesidad de resistir la barbarizaron de los lazos sociales que atraviesan nuestros mundos”. Es un concepto político en un sentido ético. El día de la represión en el Congreso, en el que las imágenes de la televisión mostraban brutales escenas de violencia contra los manifestantes, imágenes intolerables de ferocidad y barbarie, necesité tomar aire en una plaza para poder procesar el dolor que me producía aquello. Casi sin darme cuenta se sentó conmigo una señora mayor, luego me dijo que tenía 82 años. “Me voy sentar con usted”, me dijo. “Estoy cansada y con mucho calor, pero necesito habar con alguien”, confesó. “Salí de casa descompuesta, tuve que tomar mi pastilla porque me faltaba el aire al ver en la tele tanta violencia, por eso salí un poco a despejarme”. No necesitamos preguntarnos por ideologías o pertenencias partidarias. Nos unía la misma dimensión ética. Una ética de la ternura, aquella que hay que trasponer en actos de solidaridad y justicia social.

    Sergio Brodsky

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