Ser comisario en los obrajes
Revisando mis viejos papeles, cosa que vez en cuando hago en busca de algún material de interés que me sirva para redactar estas notas para el Magazine de El Heraldo, encontré algunos que ya había olvidado. Son cosas que guardé por alguna razón.
Estos son relatos que nos acercan a lo que era el monte del norte santafesino, esa cuña boscosa que se fue transformando con la instalación de los obrajes para la explotación del quebracho para extraer el tanino. No se pagaba del todo mal y corría mucho dinero allí. De algo se tenían que valer los contratistas para atraer a la gente a esa vida brutal de los quebrachales. He dicho que corría allí mucho dinero, ya que eran muchos los peones y hacheros empeñados en ese duro oficio de abatir el monte.
El setenta por ciento de lo que se pagaba el sábado �"solía decir uno de los jefes�" estaba de vuelta el lunes en la caja de la administración, a través de la proveeduría y el despacho de bebidas, abierto en todas partes justo a la salida de las ventanillas de pagos.
Del resto, una parte quedaba en manos de los aviadores de taba (el aviador es el que recibe el dinero de las apuestas, y es también quien dirime en caso de controversia) o sobre el paño verde de las mesas de monte.
Los sueldos de los comisarios de policía los pagaban las empresas. Además, cada uno de ellos �Svendía los juegos⬝ en su distrito a explotadores profesionales. Lo que les quedaba del pago de la semana iba a para a las casas de baile. Algunas de ellas eran muy mentadas. Todavía se conservan los edificios de algunas en La Gallareta y en Villa Guillermina. Algunas de ellas ocupan más de un cuarto de manzana. Tenían en el medio un gran patio embaldosado como no tuvo nunca una escuela⬦ donde las había rodeado de piezas donde las bailanteras hacían su verdadero oficio. El dinero de estas casas y el de los juegos, también volvían al contratista. Allí en cuestión de horas, a veces, volaban los pesos. Los hombres quedaban sin un centavo de lo que habían ganado en la semana a costa de tantos esfuerzos y de tantas privaciones, durmiendo a la intemperie, porque dormir en un improvisado tinglado de un metro y medio de alto de chapa de zinc, se transformaba en un infierno en verano, comiendo sancochos de maíz, carne pasada o fariña llena de gorgojos. Los comisarios hacían de Jueces de Paz. El peón que intentaba desertar sin pagar a la proveeduría sus deudas atrasadas, iba a la barra de grillos, con una buena sobada a palos en el lomo de yapa. Si se había retobado a la autoridad, ahí quedaba con los aros de los hierros en los tobillos, largo a largo en el suelo, boca arriba, al sol, al frío y a veces a la lluvia durante días. Salían mansitos, sin ganas de desobedecer.
RELATABA EL COMISARIO RICARDO BAZÁN EN 1919
�SDesde el sábado hasta el domingo a la noche, a lo largo de toda la línea desde Calchaquí hasta Los Amores�"más de 40 leguas�" y también los desvíos que entraban hasta el corazón de la selva, ardían las canchas de taba, las mesas de juego, los boliches y bailongos. El tren que bajaba los lunes desde Resistencia hasta Santa Fe, traía a la Jefatura de Vera los presos y heridos de las peleas. Lo llamaban el tren hospital.
A los muertos se los envolvía en un cuero y se los enterraba en cualquier parte. Los chanchos y a veces hasta los peludos solían en ocasiones desenterrar los huesos. Quien quiera tener una idea de los que caían en pelea, no tiene más que repasar los libros del Registro Civil de esta época. Eran ralitos los que morían en la cama. Allí se destruyó físicamente lo mejor de la población obrera de Corrientes. Nadie fue más sufrido que el peón correntino para darle al hacha sin resuello en ese infierno de la selva, acosado encima por los tábanos, polvorines y mosquitos. Se los trataba igual que a los bueyes de los cachapé. A los bueyes con los costillares hechos una llaga viva por los latigazos de los arreadores con punta de cuero de gato que retumbaban como tiros y que desde la culata del cachapé alcanzaban a la tercera yunta. Y a ese heroico criollo que lo martirizaba, se le debe todavía la estatua en el Chaco argentino. Que Dios me oiga y no me deje morir sin llegar a ver en la ruta 11, al llegar a Calchaquí, la estatua del cachapecero y sus pobres bueyes.
Yo fui en 1917 y me destinaron al Kilómetro 24 del ramal a Colmena. El primer día de jugada, o reunión como le decían, tuve siete peleas. Era el estreno que la gente acostumbraba a dar a los comisarios nuevos, cuando no se les ocurría toparlo directamente, que era lo más común. Yo obré de otra forma. Les entraba al medio con el 44 en la mano gritándoles que se pararan. Me les metía sin atorarme, moviendo el arma de derecha a izquierda, el ojo listo para sacarme con el caño de siete pulgadas, alguna puñalada perdida. Tuve suerte y me les impuse de a poco. Nunca hay que demostrar miedo, ni pasarse al otro lado. Cuando se los trata con firmeza, pero con respeto y algo de paciencia, la gente entiende. Aquel día, salvo unos tajos, nada ocurrió.
Pero yo pasé un mal momento sin embargo. Se armó una discusión y cuando vi que iban a desenvainar, intervine. Hice encerrar a uno y me dispuse a prender al otro, un moreno de buena estampa, oí que uno me soplaba.
�"Tenga cuidau. Ese es Cambá Romero.
Ya había oído hablar de ese hombre temible, aun entre esa gente. Me acerqué con prudencia y le pregunté.
�"¿Tiene arma?
�"Si tengo.
Peló un espadín y ahí nomás dio un salto atrás.
�"Máteme pero no me entrego
Anduvimos dando vueltas un rato largo. Yo con el revólver listo queriéndolo reducir por las buenas, y él, a no dejarse convencer. El resto de la gente, más de cien tal vez, nos miraba. Pero no falta un buey corneta. Se cortó del grupo ¿Cuándo no? un correntino borracho, haciendo revolear una botella, tropezando en la faja colorada que se le había caído.
�"¡No le dejen llevar preso a Cambá Romero! Tartajeó, animando a los demás mientras se me venía.
Al oírlo la gente comenzó a arremolinarse cerrándose en media luna sobre mí. Juan Ramírez me cuidaba la espalda. �0ramos los dos solos. Claro que si había un toro en todo el norte, ese era Juan Ramírez.
�"¡Quédese tranquilo, que aquí no va a haber nada! Le advertí con energía al borracho, que me venía arrastrando toda la gente, mientras los encaraba con el revólver.
Juan Ramírez entró a hablarlo a Cambá Romero, que porfiaba a pie firme.
�"¡Metamén bala, si quieren; pero no me entrego. Ya una vez les hice caso y me dejé agarrar. Cuando me tuvieron en la barra, me rompieron los güesos a palos. Dos veces no me lo hacen.
Lo convencimos al fin. Entregó el arma y lo detuvimos.
Llegamos a ser grandes amigos con Cambá Romero. Con él y con Juan Ramírez, no digo un pampa, como decía Fierro. A un malón le podía hacer frente⬝.
Comisario en el Km 24 de Colmena en 1919. Ricardo M. Bazán