La tristeza de algunos pueblos de nuestra campaña
No voy a decir su nombre ¿Para qué?, si ellos lo saben y lo sienten que es lo que importa.
Pueblos que ni siquiera lo son. Dos filas de espaciadas y ruinosas viviendas en una calle larga, y unos pocos vecinos que vegetan y apenas si se ven. No se descubre al pasar señal alguna de vida. Todo es gris, todo es triste en estos pobres pueblos, aunque salga el sol.
¿Y de qué viven, que hacen a lo largo del día, las familias en estos poblados? En algunos hay parras, eucaliptus, paraísos, pero en otras no hay nada. Allí cerca si, unas vaquitas (que se crían solas), acaso alguna majada. No distante de la casa, del patio todo palo a pique, alzase el corral.
El día viene y se va sin aportar al caserío nada de importancia. Y no pasamos por alto que antes era peor aún sin los inventos de la radio y la �Stele⬝.
Pero no se ve que los escasos vecinos se entretengan en algo.
Alguna vez he osado preguntar �S¿Y no se aburren?⬝. Unos dicen que si �Sque la vida acá es muy fiera⬝. Otros mirando sin ver el paredón sin revocar de la casa de enfrente, y recuerdo a un gurisito flaco y harapiento me responde �SNo, si es lindo acá⬝.
Un jinete, un camión, una motocicleta pasan, muy distanciados uno de otro, por el ripio arenoso y desparejo. El colectivo, dos veces. Porque, claro- si pasó hace un rato para abajo, ha de pasar a la tardecita de vuelta para arriba. Y quedará en la parada unos minutos, frente al almacén.
El almacén en muchos pueblos como estos y mejores que estos, es pobre y reducido, y tiene apenas lo que puede venderse entre la gente de allí. Con un par de anaqueles, ya le basta para los escasos productos envasados. Más surtido en cambio en damajuanas de vino, ginebra y Lusera. Cerveza en verano solamente.
Pocas veces -nota curiosa- una rareza, se ve gente en la calle, en un portal, sin hacer nada, casi sobra decirlo, una chiquilina observa el colectivo ruidoso y despintado, que viene levantando polvo y se va. Luego se queda extasiada, no se sabe en qué. Tal vez sea demasiado imaginar que en sí misma.
Pero detrás de las persianas de las casas, se presienten ojos escrutadores.
Los domingos no hay variante alguna. La semana es de siete largos días, silenciosos, vacíos, siempre iguales ¿Llegará una visita a caballo o en sulky? ¿Pero quién y de donde?
Es muy probable que un puestero del monte venga, a caballo, hasta el menudo y único almacén. Y al rato, otro puestero. Y beban juntos un vino, y jueguen un chinchón o un truco, si son cuatro. Caído el sol o alta la noche, volverán a internarse en esas sendas desiertas y umbrías.
Una joven maestra y a veces dos (sacrificadas, es cierto) van a diario, de la humilde pensión -la misma casa del citado almacén- a la escuelita primaria, a pocos pasos, con pocos alumnos, y regresan. Y el domingo ya no se las ve.
La niña peona, la que atiende la cocina y sirve la mesa, no conoce ciudad, nunca viajó muy lejos del pueblo. Es increíble.
El día siempre igual, o un poco más aburrido (aunque para unos sí, para otros no) cumple su gris trayectoria. El sol desciende entre el monte, rojizo porque es verano. En la calle desierta alargan sombras las casas de adobe, de fachadas bajas. Desde un viejo portal, sobre la alta vereda, a lo mejor unas muchachas lánguidas, flacuchas se han quedado mirando (sin mirar) la tarde que se apaga (el espectáculo ya mil veces visto).
Ahora viene la luna por el otro lado de la isleta, tal vez toda redonda y con su cara inexpresiva de siempre. En derredor y encima del poblado se abate un gran silencio. Como es verano se callan las chicharras y cantan los grillos. Y basta. Todo acabó. Hay que volver adentro, hay que ponerse en rueda, en la cocina, con toda la familia y continuar mirándose- ¿mirándose?- la cara. Después buscar el lecho, la jarra, la palangana, el jergón, y la jornada llega a su fin.
Mañana es lunes⬦