El regalo
Los muchachos no tenían clases. Al igual que los de la primaria, ya no tenían dónde. Las escuelas, o estaban inundadas o asilaban inundados. Los adolescentes, sin embargo, no estaban ociosos. Una vez más y a pesar del mal clima, se habían reunido en la placita España. Yo fui con el Bocha, como siempre.
La Srta. Neira organizó los grupos. Don Royo había estado evacuando gente sin parar. Necesitaba comer y dormir un poco. Nos tocó el camión del Nino.
�¿A dónde los llevo hoy, Sara?
La radio sonaba todo el tiempo. Se la oía en cada rincón de la ciudad, incluso por encima del ruido de la lluvia. LT15 era el nexo entre los evacuadores y los evacuados. Por allí se impartían las instrucciones a los camiones acerca de qué manzana evacuar. Pero ese viaje, sería distinto.
�Al Parque Rivadavia. A esperar las provisiones. Roguemos que merme el temporal, o no podrán llegar. Hay remedios que se necesitan con urgencia. Suero antiofídico, también. El Uruguay ya alcanzó los dieciocho metros. Si no baja y la lluvia no cesa, es probable que nos vengan a evacuar a todos. A toda la ciudad. ¡No me imagino cómo podrían hacer eso, Concordia tiene más de 55.000 habitantes!
El Nino nos dejó cerca del flamante Monumento al �0xodo y nos lo hizo notar.
�Romero lo diseñó y Torrano fue el que fabricó las letras �comentó con el orgullo de quien los conocía a ambos.
Desde esa altura, la vista era sobrecogedora. El agua dominaba el extenso horizonte, salpicada apenas por algunos retazos de zinc acanalado. Furiosa, azotaba la orilla con cada embate del viento.
�¿Será así el mar? �preguntó el Flaco. Los demás se encogieron de hombros.
Ignoraban también que los manchones color verde sucio que la correntada parecía arrastrar, eran las copas de un puñado de exhaustos árboles que aún resistían, estoicos, debajo de la superficie.
Apenas había mermado la lluvia cuando el cielo se volvió amenazadoramente negro, una vez más.
Los gurises no llevaban la cuenta, pero llovía ininterrumpida y copiosamente desde el pasado 31 de marzo de ese fatídico 1959. En diecinueve días había llovido el equivalente a un año y medio. El panorama se repetía en toda la provincia. También en el país vecino.
Se decía que unos 30.000 concordienses estaban inundados. Refugiados, muchos de ellos, no solo en escuelas sino también en vagones y hasta en el inconcluso Policlínico de Niños de la Carretera Tavella. Otros, asilados en casa de algún familiar. Algunos, atrapados en un �Sdéjà vu⬝ cada vez que el río los volvía a alcanzar, con familiar y todo.
Las mujeres pretendían, infructuosamente, secar ropa y calzado. Los hombres estaban abocados a tareas de evacuación. Propia o de quien lo necesitase. Se ayudaban con carros. Los camiones del regimiento no eran muchos. Los particulares, tampoco. Ni trabajando las 24 horas daban abasto. Las pertenencias, mojadas. Sus hogares, inundados. Muchos de ellos, destruidos por el embate de enormes troncos a la deriva. La casa de los abuelos del Bocha, en el Barrio del Aero Club, era una de ellas. La de don González, en la otra cuadra, era una de las pocas que se iba salvando, a pesar de estar bajo agua desde hacía más de dos semanas. Los aserraderos ribereños habían perdido todo control sobre sus jangadas. Los rezos se intensificaban, mientras el agua arañaba los escalones de la Parroquia del Sagrado Corazón.
Casi nadie trabajaba. Sólo sobrevivían. Los comercios y las industrias que no se habían inundado ya no tenían nada para vender, nada para producir. Todo era pérdidas, ya sea por el río, ya sea por la lluvia. Solo la solidaridad perduraba. La incertidumbre no permitía prever. Ni siquiera escapar. La ciudad, al igual que las de río abajo, estaba completamente aislada desde hacía más de una semana. La propia provincia lo estaba. La creciente había anegado no solo los caminos sino también las vías del ferrocarril. En ochenta y cinco años, desde que los ingleses calcularon y trazaron su nivel, no había sucedido jamás.
De repente, camuflados en el temblor de los truenos, los aviones aparecieron de entre las nubes.
�¡Los Douglas C-47 de la Armada! �dijo el Cosho, emocionado, ante la mirada sorprendida de los demás.
Los pilotos no tenían posibilidad alguna de aterrizar. La isla en la que se había convertido la ciudad no daba lugar. Los cerros del parque, tampoco. En vuelo rasante, lanzaron un sinnúmero de paquetes. La voluntariosa gurisada corrió a recogerlos antes de que se terminasen de desarmar. El suelo estaba mojado y el impacto de la caída no había sido menor.
Un último bulto rodó cuesta abajo hasta enredarse en las espinas de un aromo. El Negro y el Bocha fueron tras él, con los ojos bien atentos. La creciente había acorralado a las yararás y estaban enojadas. La tormenta era inminente. Con los pies en el barro, tironearon la bolsa hasta liberarla. Justo a tiempo.
Después de descargar el camión en la escuela de los acopios, los muchachos que vivían para el lado de la Pompeya apuraron el regreso. Por la noche había toque de queda y se decía que los centinelas tenían orden de abrir fuego.
Antes de alcanzar la última esquina se detuvieron. Intercambiaron miradas cómplices. El Negro sacó de abajo de su campera una lata que había salido rodando por el agujero rasgado de aquella última bolsa. Tenía una etiqueta increíblemente atractiva, jamás antes vista.
El Bocha buscó mi ayuda. No pude oponerme. Tanto la lata de salchichas como ese par de voluntarios empapados, temblando de frío, se lo merecían.
¿¡Qué clase de cortaplumas sería yo si no ayudase a abrir semejante regalo del cielo!?
�SHISTORIAS REALES ABORDADAS DESDE LA LITERATURA⬝