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Interés General Nota vista 523 veces - 18 de Marzo de 2023



Por Sergio Brodsky

MARÍA VA

El colectivo estaba repleto y se sacudía como una licuadora cuando paró en la esquina de su casa. Todos la vieron ascender, con otros compañeros del barrio, que también se habían anotado para la zafra.

El carpín amarillo se enderezó de nuevo, como un hombre gordo y vencido, y en un estertor espantoso volvió a ponerse en marcha. De inmediato la invadió un calor ardiente y un revoltijo de olores, sudor y cuerpos amontonados.

María iba por primera vez a la cosecha. Los que enlistaban en el barrio, le pusieron otro nombre y otro documento en la planilla. Los nombres, como los pobres zafreros, no valían nada En el camino las sacudidas de los pozos y el alboroto de los chicos, la alteraron un poco. No pensó que iba tanta gurisada, manitas exiguas, sedientas de juego, deseosas de infancia, a recolectar fruta. Ella quería resistir.

Pensaba en sus pequeños niños que habían quedado con la abuela. Ya no soportaba verlos tan flaquitos, en patas, llorando de hambre. Ni a la maestra de la escuela, retándola porque no iban con la ropa ni tenían el cuaderno. Ni al tipo que la cagaba a palos, drogado y borracho con los pocos pesos que hacían pidiendo o vendiendo alguna chuchería por las calles.

Sacaba cuentas de la cantidad de bandejas que tenía que llenar para comprar comida, hacerles una casilla en el fondo a los chicos y pagar las cosas, sobre todo ese bendito uniforme de la escuela. La plata del gobierno no le alcanzaba para nada, por eso no entendía cuando los patrones decían que ellos, los cosecheros, no querían trabajar,que preferían los planes. Abstraída en esos pensamientos llegó a la plantación. Los quintales alfombrados se teñían del color de la fruta y se rociaban de un sol bien anaranjado que madrugaba tímido, agazapado, tomando la belleza de un paisaje asombroso, dibujado por un fantástico pintor. María bajó, las piernas les flaqueaban porque, en los últimos días, solo había ingerido algo de mate con yerba vieja.

Se sentía débil pero no daría un paso atrás. Le entregaron enseguida las bandejas y las escaleras, recibidas al mismo tiempo que los gritos y las promesas de los capataces de pagar” por tanto”, migajas, el sábado. Ya le habían dicho que era mentira, que le pagarían mucho menos, y menos aún con las estafas descaradas del número de bandejas que anotaban, siempre de menos. A esa explotación, a ese negreo, a ese robo, a esa humillación lo llamaban trabajo. Así y todo no le quedaba otra. Ya sabía que los patrones, el gobierno y la justicia estaban arreglados para joderla. Era pobre, no era estúpida, solo debía aguantar. Sabia también que cada tanto aparecían inspectores que hablaban a las risas con los capataces mientras que a ellos los escondían.

Tenía claro que peor la pasaban esos coyas en las carpas, esos que no se podían ir del campo, que habían venido engañados de tan lejos, de Jujuy o de Santiago, había escuchado, y apiñados en las tiendas, sin sanitarios, con mentiras, cocinando palomas para no morirse, por la falta de comida que igual le descontaban, con engaños, sin higiene, como animales, maltratados, a los gritos, trabajando, de sol a sol, sacando a la tierra esa fruta con la que los patrones se llenaban los bolsillos.

El sol la embestía como un toro, la incendiaba, la arrasaba como a esos pastitos tiesos y amarillos que yacen en el campo después de la sequía, y le sacaba el aire, le hacía ver unas rayitas negras que vibraban sin descanso. Sentía náuseas. El capataz también la aturdía con su gritería, sus insultos, sus desprecios. Ella se apuraba a recoger la fruta todo lo rápido que podía. A entregar los canastos, a transportar la escalera. Se dio cuenta que no había tomado agua, ni podría ir al baño, que solo había dos sanitarios para tanta gente, y que estaban muy lejos de allí. Poco a poco, comenzó a sentir la boca seca, agrietada, las sienes que golpeaban como un bombo su cabeza.

Empezó a sentir que los otros cosecheros la miraban, que a ella todo le daba vueltas como en una imparable calesita, que la cabeza se había transformado en un enorme zapallo, que le dolía y le pesaba, que hervía como si la tuviera dentro de una olla ardiente y vaporosa, hasta que perdió el conocimiento y comenzó a sacudirse frenéticamente en el suelo, como una posesa. La trajeron en un auto, del hijo del patrón decían que era. Otra cosechera de su barrio entró con ella a la guardia. La depositaron en esa sala donde van a morir los pobres, con sueros y sondas para que sobre- viva. María no paraba de temblar, de zarandearse, agitada, por la fiebre, los vómitos y la insolación. Una visión tuvo allí, de sus hijos felices, alegres con su uniforme y la panza llena, calzados y vestidos yendo a la escuela. En ese momento su boca cuarteada pareció torcerse apenas, en una mueca análoga a una sonrisa. Al otro día otra mujer del barrio se subió al estropeado colectivo amarillo, recorrió revuelta y destartalada, el camino hasta la plantación. En la planilla figuraba, con el nombre y el número de documento, los mismos datos, que le habían dado, que había ocupado María, sombra sin rostro de la cosecha, el día anterior.

(Gracias Silvia Fernández por contarme esas duras historias de la cosecha, de nuestros “mensú, inspiradoras de esta ficción).


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