Como un caudaloso río que desborda sus márgenes, las emociones inundan en torrente nuestra alma y nuestro cuerpo, poseídos por la ansiedad, la angustia y la incertidumbre. Buscamos con desesperación exorcizar esa inquietud que nos hace caminar, movernos, frotarnos las manos. Organizamos, con ese fin, una escena que nos proteja del abismo de lo incierto. Acudimos a la magia para conseguir la ilusión del control del destino. Cábalas y supersticiones comienzan a poblarla con rigurosidad miliciana. Es un pacto de superstición colectiva. Un compromiso con la regularidad o más bien con la inmutabilidad.
Atentos estamos a mantener las mismas ubicaciones, vestimentas, hábitos, fórmulas y frases especiales. Todos dispuestos a recordarlas ante cualquier negligencia. Alertas a no abrir el llamado del tío jettatore con la excusa ya elaborada de que "fuimos a ver el partido a lo de la tía Dorita, no te habíamos avisado?”. Así nos metemos en esa montaña rusa de dos horas o dos horas y media si hay penales, en la que saltamos, gritamos, caminamos, rezamos, nos abrazamos, reímos y lloramos. Al final, como una novia que nos desespera en el altar, llega aquella que esperábamos del otro lado de la orilla: la alegría.
Esa energía divina, esa felicidad que nos toma el cuerpo y el espíritu, que nos expande, que nos llena de un inmenso placer. Esa explosión que nos empuja a salirnos de nosotros mismos, a reír sin frenos, a saltar y bailar, a abrazarnos con desconocidos, a cantar juntos. La alegría, como decía Spinoza, que potencia nuestro ser, nuestra perseverancia a preservar y acrecentar el ser, aquello que la pasión opuesta, la tristeza, tiende a disminuir, a desconectar, mortificar. La alegría de ese triunfo, conseguido entre todos, nos impulsa a expandir el deseo, la ilusión, el apetito de encontrarnos con el otro. La alegría es esperanza, potencia y transformación. Es invencible fuerza de la voluntad y el deseo. Levantamos represiones e inhibiciones y entonces, cantamos, bailamos por las calles, saludamos y abrazamos a desconocidos. Nos desaforamos.
Es tan maravillosa la alegría que nuestros poetas le han cantado odas, himnos, loas, elogios. Han exaltado la unión y hermandad entre los hombres que anima. Como la extraordinaria oda a la alegría surgida de los sueños de Schiller “Alegría, hermosa chispa de los dioses, hija de Eliseo!. ¡Ebrios de ardor penetramos, diosa celeste en tu santuario! Tu hechizo vuelve a unir, lo que el mundo había separado, todos los hombres se vuelven hermanos, allí donde se posa tu ala suave. ¡Abrazaos criaturas innumerables! ¡Que ese beso alcance al mundo entero! ¡Hermanos!, sobre la bóveda estrellada”.
Pero también, sublimes plumas, como la de Mario Benedetti, han alertado la necesidad de defenderla. “¿Por qué, de qué, de quiénes, habría que proteger esa pasión prodigiosa?... Del escándalo y de la rutina, de la miseria y de los miserables, del pasmo y las pesadillas, de las dulces infamias y los graves diagnósticos, de los ingenuos y de los canallas, de la retórica y de los paros cardíacos, de las endemias y las academias, de las vacaciones y del agobio, de la obligación de estar alegres. También, dice el poema, defenderla, entre otros riesgos, del óxido y la roña, del oportunismo, de las mayúsculas y de la muerte, de los apellidos y de las lástimas del azar. Y también, concluye el admirable escritor, defenderla de la alegría.
Tal vez, se refiera al cinismo y la banalización de su fuerza revolucionaria que avivaron líderes de cartón, o a aquella impostada del mundial 78, durante la Dictadura que abolió, casi como símbolo, los feriados del carnaval. Es que de veras hay quienes temen, dictadores, autoritarios, mezquinos voraces y egoístas, odian la alegría popular, la censuran, la reprimen. Lo vimos estos días. Hubo quienes la emboscaron con vallas o la atacaron a balazos de goma. O la amonestaron como a una niña pequeña, la retaron para que se avergonzara. Pasó en el partido con Holanda. Periodistas enemigos de la alegría quisieron anularla con culpas y pudor. No deberíamos en su absurdo criterio, en su pretendida moralina, sentirnos felices sino avergonzados de nuestra salvaje barbarie.
Vaya que tenía razón Benedetti, que hay que defender la alegría, como un dos a cero, como la fiereza y la dignidad. Claro que hay que ampararla, resguardarla, como a la esperanza, otro sentimiento acorralado por los mismos agoreros. Preservar esa esperanza que como dice Fromm, “no es espera pasiva, sino acto comprometido, por eso no tiene que ver con el futuro que alguien construya, que otros construyan, eso es resignación, sino con lo que podamos construir de cambio hoy”. La esperanza, como construcción colectiva, activa, es una concreción que depende de nosotros, no de otros ni del azar, de nuestro compromiso decidido de hacer un mundo mejor. Hay que ampararla también de los discursos que promueven irse, como salvación individual frente a un país detestable y sin arreglo.
Convencidos que hay quienes nos quieren tristes y desilusionados, que ponen para ello balas, vallas y palabras, y de que “nada grande se puede hacer sin alegría, que nos quieren tristes para que nos sintamos vencidos”, pues “los pueblos deprimidos no vencen ni el laboratorio ni las disputas económicas”, proponemos como banderas la alegría, la esperanza, el orgullo de ser argentinos y la convicción de que el triunfo depende solo de nosotros, de nuestra capacidad de transformación colectiva de una realidad injusta, dolorosa y desigual.
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